Rev. chil. endocrinol. diabetes 2020; 14 (2)    Volver a Índice

 

Ética, Humismo y Sociedad

El ancla de la esperanza

José Carlos Bermejo1*

 

The anchor of hope

  1. Sector Escultores 39, 28760 Tres Cantos,
    Madrid (España).

 

Es el símbolo universal de la esperanza: el ancla. Fue usado por los artistas de la zona mediterránea para expresar no solo lo que significa mantener una embarcación fija en el mar, sino como alegoría de la esperanza y de la salvación. El ancla es un peso que retiene al navío, símbolo universal de firmeza, solidez, tranquilidad y fidelidad. En medio de la movilidad del mar, como en medio de las incertidumbres de las crisis y el sufrimiento, las pérdidas y la misma enfermedad, el ancla –a esperanza– es lo que fija, ata, inmoviliza o asegura, para no ir a la deriva. Ancla para agarrarse durante la pandemia por coronavirus.

En el cristianismo, el ancla se convirtió en símbolo de Cristo mismo, que puede evitar a una persona o a una comunidad, su naufragio espiritual. Entre los poetas místicos, el áncora y la cruz unidas (cruz-ancla) expresa la voluntad de no abandonarse a los remolinos de la sensibilidad humana, fijando la voluntad a la cruz de Jesús como fuente de toda gracia.

Ancla para apoyarse

En efecto, el ancla era considerada la última salvaguarda del marino en la tempestad, por lo cual se la asociaba con la esperanza, que queda como sostén ante las dificultades de la vida. En las civilizaciones griega y romana simbolizaba asimismo el conflicto de la tierra y el agua, de lo sólido y lo líquido. Así, se la encuentra en algunas monedas griegas y romanas.

El ancla simboliza también la parte estable del ser humano, aquello que permite guardar una lucidez calma ante la oleada de sensaciones y sentimientos. Puede ser también una barrera o un retardo: eso es lo que significa cuando, ligada el ancla a un delfín (símbolo de fortaleza y velocidad), aparece como ilustración de la divisa del emperador César Augusto: Festina lente (Apresúrate lentamente), lema que más tarde acuñaron los emperadores Tito y Domiciano.

Es interesante el hecho de que se han encontrado imágenes de anclas en tumbas paganas, que no querían dar un sentido religioso al símbolo sino evocar elementos vinculados con la confianza del difunto.

La afirmación de San Pablo, que escribe: “asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y sólida ancla de nuestra alma” (Heb 6, 18-19), generó un uso continuo de esta imagen en los Padres de la Iglesia, especialmente san Agustín y san Juan Crisóstomo. Así en las representaciones de arte paleocristiano, el ancla simbolizó la fe y la esperanza en la resurrección, en la vida feliz con Dios. El ancla (esperanza), unida al pez (que representa a Cristo) indicaba entonces la esperanza en Cristo. Con esta simbología se la encuentra en las catacumbas de san Sebastián, de san Calixto y de Priscila, y en otros lugares (no solo cementerios) durante los primeros cuatro siglos de la era cristiana.

La cruz-ancla (que incorpora un travesaño horizontal en la espiga vertical del ancla) es un tema usado para significar la pasión de Jesús. Muchas veces se une a esta representación la del pez o del delfín, que representa a Cristo crucificado.

El ancla del abrazo en tiempo de coronavirus

En diferentes lugares he podido escribir de cómo el mejor modo de ayudarse, siendo testigos de la esperanza, particularmente en el sufrimiento y en el duelo, es abrazarse. Ese abrazo sin agujeros, en el que nos llevamos el desahogo del otro y quizás sin palabras, recogemos parte del sufrimiento de quien se apoya en nosotros.

En tiempos de crisis de coronavirus, coger de la mano, besarse, abrazarse, acariciarse, abrazarse han sido una prohibición o una imposibilidad.

¡Qué verbos tan potentes para humanizar! Nadie prescinde de ellos en su vida. Ni siquiera esos que dicen “que no les gustan los besos, o algo parecido”. Conjugando estos verbos, vivimos, construimos nuestros vínculos, los reforzamos, nos procuramos salud: saludos, cariño, ternura, placer, consuelo. Son también un rito de encuentro… y de despedida.

¡Qué incomodidad, la falta de estos verbos conjugados, aunque sea temporalmente! ¡Qué rico apretón de manos sincero, qué rica caricia, qué rico beso de amor –sensual o no– qué sabroso modo de relacionarse!

Durante el tiempo de confinamiento, hemos estado privados de muchísimos de estos momentos. Muy duro es privarse de ellos al final de la vida. Darlos a nuestros seres queridos enfermos y al final, recibirlos de nuestros seres queridos… es vivir humanamente, al modo que nos caracteriza. Privarse de ello es una experiencia de desierto, de impotencia, rabia…

A veces, desolación. Mascamos la incomodidad, nos duele. La privación del contacto en la fragilidad por la pandemia, nos ha hecho experimentar más aún la pobreza. En ocasiones, sentimos que es una experiencia amarga. Porque, ¡qué poder el de la mano, el del contacto corporal!

Contacto corporal o palabra e imagen

Tocarse es acoger la fragilidad del que sufre. Quizás sea este el contacto corporal más denso, el más difícil de vivir: el contacto con el enfermo y el que está al final. Violencia, incomodidad, frialdad, intimidad, ternura, terapia, afecto, se dan cita en una mano que sostiene la de un enfermo o la de una persona angustiada. A veces, coger la mano de un enfermo requiere coraje, casi es un gesto de violencia consigo mismo. El contacto nos acerca y nos deja desprotegidos. Nos comunica, pero nos despoja de la máscara que permite la distancia. Nos pone en relación íntima y acogedora y descarga sobre nosotros emociones fuertes: la gran satisfacción de la cercanía y la impotencia ante el sufrimiento ajeno. ¡Pero más duro es no poder hacerlo!

Cuando una persona coge la mano del enfermo, parece como si, por conducción, parte del sufrimiento pasara del enfermo al visitante. Así, el contacto corporal es terapia, sobre todo para quien no puede “curarse”, pero es también fuente de tensión para quien osa romper la barrera que nos separa. Como lo es el silencio, que genera una tensión tan fuerte que no siempre se puede soportar. En tiempos de coronavirus, esta relación, en ocasiones, es también representativa o supletoria o hecha “en nombre de” las familias que no pueden estar presentes.

Apretarse las manos, acariciar, es una experiencia que levanta el ánimo, reconstruye a la persona, sobre todo si en las manos está el corazón. San Camilo de Lelis, experto en la atención a los enfermos, les decía a sus compañeros hace cuatro siglos: “más corazón en esas manos, hermanos”. Es que las manos, el contacto corporal, tienen mucho poder cuando en ellas está puesto el corazón.

¿Quién puede saber lo que ocurre cuando tenemos entre nuestras manos las de un paciente despavorido, o cuando cogemos las de un anciano solo o desorientado? ¿Quién puede cuantificar el valor de un abrazo que se da a quien ha perdido al esposo, cuando siente que lo único que tiene en torno suyo son nuestros brazos? Privados de ello, queda el hilo espiritual de conexión, la dimensión trascendente. Durante la pandemia, todo prohibido. Los contactos reducidos al mínimo, el equilibrio entre silencio, palabra, gesto, proximidad… puestos en jaque.

La experiencia de limitación en los contactos pone de nuevo en valor la importancia de la palabra y la necesidad de la oratoria. Quizás la armonía entre palabra, silencio y gesto, la encuentra quien escucha con el corazón y se regala creativamente al otro como ancla para su tempestad.