*Correspondencia: info@josecarlosbermejo.es
¿Cómo motivar, qué motiva, dónde se queda la primera motivación en las profesiones de ayuda, particularmente las que tienen que ver con cuidar a los enfermos y acompañar procesos de integración social? ¿Hubo vocación para este trabajo y, en todo caso, en qué consistía la así llamada vocación? ¿Asistimos a un momento de desmotivación por escasa consideración social de las profesiones de cuidado? Me pregunto qué es lo que realmente motiva a trabajar con las pobrezas y fragilidades de los demás.
Cuando Camilo de Lellis, patrono de enfermos, enfermeros y hospitales, en el siglo XVI inició una gran reforma de la asistencia sanitaria en Roma, lo que pretendió precisamente era reunir a un conjunto de hombres que tuvieran una vocación de madre, para liberar a los enfermos de la mano de aquellos mercenarios que maltrataban a los enfermos. Encontró en la indignación sentida en su corazón ante el maltrato, un motor ideal para humanizar el cuidado como lo haría una tierna madre para con su único hijo enfermo. Por él se apasionó y sedujo a un conjunto de personas a hacer los mismo. Aquella motivación se mantendría durante siglos, encontrando diferentes formas de encarnarse en los distintos momentos de la historia.
Voluntad y motivación
La evocación de significados, a la que se ha unido la palabra vocación, en tantos momentos, lleva a algunas personas a darla por arcaica y superada. Pero, en realidad, la vocación es ese conjunto de características personales, en virtud de las cuales, un individuo expresa mayor afinidad por ejercer una determinada función en detrimento de otra. El que no tiene vocación, se entiende que funcionará por debajo de lo esperado, comparado con el que sí la tiene. Aunque no toda vocación se produce en quien es apto; así alguna persona vocacionada puede sentirse en un callejón sin salida porque “quiere ser” pero “no puede ser”.
La mirada al enfermo que sufre, desde la perspectiva de la voluntad y la vocación, lleva a ver no un conjunto de órganos o sistemas que funcionan mejor o peor, sino a un semejante, sufriente, hacia quien hay que desplegar los afanes afectivos y técnicos para diagnosticar, tratar, cuidar, acompañar…
La denuncia de la pendiente deshumanizante que caracteriza algunos programas y servicios, inundados de tecnología y variables económicas en su práctica, está generando un movimiento bioético que clama por la recuperación de la vocación en las profesiones biomédicas y sociales. Se reclama la vocación original de las personas, las razones del corazón, las nobles actitudes compasivas que pueden resistir los embates de la presión laboral, de la dureza de la naturaleza de la profesión, de las situaciones coyunturales que pueden constituirse en desmotivadoras.
La satisfacción por compasión, compatible con la fatiga por compasión o precio de la empatía, está relacionada, sin duda, con el potencial motivacional personal, es decir, con la vocación del cuidador. Es también sabido que la vocación no previene absolutamente de la fatiga y del posible riesgo de sufrir el síndrome del burnout.
Motivaciones intrínsecas
Ha sido Herzberg quien ha planteado la hipótesis de los dos factores que contribuyen a la satisfacción y motivación en el trabajo. Los factores motivacionales extrínsecos o de higiene laboral, tienen que ver con el salario, la política de la empresa, las relaciones interpersonales, las condiciones de trabajo, la seguridad, etc. Estos factores, si no se ven suficientemente satisfechos, desmotivan a la persona, pero si se satisfacen, no motivan necesariamente.
Los factores motivacionales intrínsecos son los que tienen relación directa con la vocación por el trabajo, la realización personal, el reconocimiento de uno mismo, la experiencia de responsabilidad y protagonismo en los procesos y la posibilidad de participación en la misión y propósito de la Organización o Servicio.
La motivación se relaciona, pues, con la conducta del trabajador y su rendimiento, implica la direccionalidad hacia las metas, nace de la pasión por satisfacer necesidades, lograr objetivos, genera estados emocionales placenteros en la conducta prosocial y compasiva.
Pero la motivación no es como una planta en el desierto, una persona vocacionada en el desierto motivacional. La motivación se alimenta también del entorno, del contexto, de los lugares, de las palabras con las que se habla en los equipos, de la ausencia del chapapote que generan los dimes y diretes y las críticas sistemáticas. La motivación se alimenta de las relaciones de equipo, de reconocimiento, de aprecio y bendición recíproca.
La motivación crece en aquellos espacios donde se construye una cultura humanizadora con los modos, las palabras, las estrategias, los espacios. Es posible construir oasis motivadores en programas y servicios de asistencia sanitaria y social. También hay que querer, que decidirlo, que trabajar por ello, liberándose de otras tendencias que nacen y se hacen sitio entre las costuras del tejido de los grupos, generando desmotivación, apatía, cansancio, agotamiento, y, lo que es peor, despersonalización y mal trato a las personas.
El soneto
Encuentro que la motivación, pareciendo una cuestión de la psicología de la salud y de las organizaciones, o reservada solo al contexto religioso, en realidad nos acompaña a lo largo de toda la historia de la humanidad, pudiendo contar por personas que han encontrado en sus motores internos, los más íntimos, los más nobles, los más espirituales, motivos suficientes para hacer grandes cambios en la humanidad y ser felices mientras tanto.
No puedo evitar evocar el soneto de los buenos tiempos de la mística, que, leído con un poco de esfuerzo, con atención centrada en las palabras “me mueve”, “no me mueve”, y extrapolando al lenguaje laico de hoy, nos refleja el poder de las motivaciones intrínsecas en las relaciones de atención a quien sufre. El soneto dice así:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
El místico no encuentra la motivación en el “salario más grande” (el cielo), ni en la amenaza más grande (el infierno), sino en la contemplación, en la constatación de la necesidad del herido, del avergonzado, del abusado de manera infame, del escarnecido ignominiosamente. Es la herida la que mueve los ojos, las manos y el corazón del terapeuta.
El estudio de la vocación en las profesiones biomédicas y de intervención social, se convierte en una prioridad de la necesidad de humanizar la atención. Las competencias blandas necesarias en estas profesiones, además de aprenderse, entrenarse y supervisarse, tienen un nicho de nacimiento, refuerzo y cultivo, en las genuinas razones vocacionales que llevan a la persona a “ponerse a tiro” del riesgo y trabajar en el terreno oscuro de la vida: el sufrir.